En una reunión para negociar la entrada de España en la Unión Europea, la delegación gala interrumpe la admonición del entonces ministro para las Relaciones con las Comunidades Europeas, Leopoldo Calvo Sotelo, para espetarle: unos meses después, Calvo Sotelo se convirtió en presidente del Gobierno, insistió y dejo el terreno expedito para que su sucesor, Felipe González, sellase con el también socialista François Mitterrand el ingreso de España en las comunidades europeas.
El veto francés se levantó, pero la frase ha seguido marcando las relaciones entre dos vecinos que comparten modelo administrativo, código jurídico y numerosos intereses, pero cuyos intercambios nunca han estado en pie de igualdad. Europa ya no empieza en los Pirineos, pero estos siguen constituyendo una barrera en muchos aspectos. Y cada vez que España insiste, Francia tarda en reaccionar.
Ocurrió en la lucha contra ETA: el país vecino se convirtió durante décadas en el santuario de los terroristas, hasta que la situación empezó a cambiar en los ochenta tras la insistencia de González al propio Mitterrand.
Pero solo en el siglo XXI, ya con Nicolas Sarkozy como ministro del Interior y posteriormente presidente de la República, llegó la colaboración que ayudaría a poner punto y final a la actividad de la banda. “Ya no hay Pirineos en la lucha contra ETA”, afirmó el político conservador en 2012, cuando el rey Juan Carlos I le impuso el toisón de oro por sus méritos en la persecución del terrorismo.
Sea por orgullo o por dejadez, la resistencia de Francia a la plena integración de España en el corazón de Europa ha consolidado el carácter periférico de la Península Ibérica. Esta situación contrasta con la de la Península Itálica, con una población y un PIB similar, pero mucho mejor conectada en lo material (infraestructuras energéticas y de transporte) y en lo político, gracias al empuje que le da a Roma su condición de socio fundador del proyecto comunitario y miembro del G7.
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